Nos llevaba a pasear a la plaza del centro, a mí y a mi hermana, cuando apenas habíamos aprendido a caminar; nos bancó nuestras rabietas muchas veces injustas, nuestro protagonismo de adolescencia, nuestras necesidades de guita a escondidas de mis viejos, actuando como Robin Hood ya que no tenía ingresos de dinero. Etcétera, etcétera, etcétera.
Así era mi abuela, como casi todas las abuelas de todos.
Estuvo siempre a nuestro lado porque siempre vivió con nosotros. Y así se fue en 1977, acompañada de los que la queríamos, en nuestra casa, en su cama, tal vez de la mejor manera: sin estridencias, dignamente, como suelen morirse los humildes.
Al contrario que ella, nunca estuve muy informado de su vida, salvo algunas preguntas curiosas, superficiales, de joven que vivía otra época. Sólo cuando fui madurando, con el tiempo y a través de mi viejo, conocí su historia, la que vino a mi memoria esta vez a raíz del conflicto con “el campo” y de los caceroleros “pro” y la quiero compartir con ustedes.
Es la década del ’40. En una estancia de la provincia de Buenos Aires trabaja desde hace años una criolla de rasgos aindiados, viuda joven de un vasco que fue peón en ese lugar, con el que tuvieron dos hijos, uno ya de unos doce años y el otro fallecido en un accidente doméstico a los cinco años.
Ella cumple fielmente tareas de cocinera y sirvienta de los propietarios, por lo que goza de su confianza y eso le permite educar a su hijo en la escuelita rural. Los maestros son un matrimonio mayor y severo: ella enseña de primero a tercer grado y él (rebenque siempre presente), de cuarto a sexto. A pesar de la imagen son buenos maestros y el niño adquiere una buena educación.
Pero hay un problema: el dueño tiene dos hijas casi de la misma edad que comparten juegos y otras inquietudes con el casi adolescente, lo que despierta el temor de la familia, por lo que el dueño decide que el niño debe continuar su educación y tener un mejor futuro en otro lugar, una ciudad grande situada a 300 km. de su estancia. Y hacia allí parten madre e hijo con sus pocas pertenencias, sus muchas esperanzas y una recomendación.
En la ciudad, ella continúa con el mismo trabajo en una pensión y logra ingresar a su hijo como pupilo en un Colegio de Artes y Oficios de los salesianos. El régimen era casi monacal, tenían materias técnicas y religiosas, hacían deportes y salían los fines de semana. Allí recibiría su educación secundaria y los conocimiento de la linotipista (el oficio de operar la linotipo, máquina que transformaba los textos tipeados en un teclado, en líneas de plomo tipo sellos que una vez compuestas se entintaban y sobre ellas se comprimía el papel para crear los diarios u otro soporte escrito).
Terminando la década del ’40 el joven finaliza sus estudios, consigue trabajo en un periódico local y fortalece su noviazgo, iniciado por cartas intercambiadas a escondidas en las misas de domingo, con una joven del barrio, hija de un matrimonio, ella italiana ama de casa y él vasco, ferroviario. A los dos años se casan jóvenes, con 20 y 17 años, y van a vivir a la pensión donde trabaja la madre de él.
Son otros tiempos, comienzan a florecer las industrias y así la gente postergada, los “cabecitas negras”, tienen la oportunidad de tener una vida mejor para ellos y sus hijos, que se transforman en comerciantes, empleados, operarios, técnicos, profesionales, dando origen a la clase media argentina.
En 1953 nace el autor de este post, que gracias al sacrificio de sus padres puede llegar a ser un profesional, ya que también, entre otras muchas cosas, la universidad está al alcance de todos.
Como pueden ver, esta es probablemente la historia de muchos de nosotros.
Y lo que la trajo a mi memoria es ver a una parte de esa clase media y sus hijos, parece que educados al efecto, apoyar irrestrictamente los intereses de un grupo de terratenientes y rentistas que son los mismos que se opusieron a su nacimiento como clase y que hoy, luego de hacerlos aparecer en sus citas mediáticas, los volverán a despreciar como siempre.
¿Puede valer tanto para esta clase media su supuesto ascenso en la escala social, que los averguenza su raíz común y reniegan de su pasado, de sus padres y abuelos, perdiendo así su identidad?
¿No se dan cuenta que terminan siendo abominados por los que comparten sus orígenes y por los supuestos mejores?
¿Cuáles son sus principios? ¿Cuál su modelo de país?
Por eso cuando veo a algunos periodistas con apellidos gallegos, polacos, italianos, que tienen entre sus antecesores a inmigrantes, me doy cuenta que vendieron su alma a algo material, miserable, porque su postura hoy significa la condena de muchos como sus padres, abuelos o bisabuelos.
Y son muy católicos, eso sí, o tratan de parecerlo. Pero lo que seguro son: cipayos hipócritas.
Así era mi abuela, como casi todas las abuelas de todos.
Estuvo siempre a nuestro lado porque siempre vivió con nosotros. Y así se fue en 1977, acompañada de los que la queríamos, en nuestra casa, en su cama, tal vez de la mejor manera: sin estridencias, dignamente, como suelen morirse los humildes.
Al contrario que ella, nunca estuve muy informado de su vida, salvo algunas preguntas curiosas, superficiales, de joven que vivía otra época. Sólo cuando fui madurando, con el tiempo y a través de mi viejo, conocí su historia, la que vino a mi memoria esta vez a raíz del conflicto con “el campo” y de los caceroleros “pro” y la quiero compartir con ustedes.
Es la década del ’40. En una estancia de la provincia de Buenos Aires trabaja desde hace años una criolla de rasgos aindiados, viuda joven de un vasco que fue peón en ese lugar, con el que tuvieron dos hijos, uno ya de unos doce años y el otro fallecido en un accidente doméstico a los cinco años.
Ella cumple fielmente tareas de cocinera y sirvienta de los propietarios, por lo que goza de su confianza y eso le permite educar a su hijo en la escuelita rural. Los maestros son un matrimonio mayor y severo: ella enseña de primero a tercer grado y él (rebenque siempre presente), de cuarto a sexto. A pesar de la imagen son buenos maestros y el niño adquiere una buena educación.
Pero hay un problema: el dueño tiene dos hijas casi de la misma edad que comparten juegos y otras inquietudes con el casi adolescente, lo que despierta el temor de la familia, por lo que el dueño decide que el niño debe continuar su educación y tener un mejor futuro en otro lugar, una ciudad grande situada a 300 km. de su estancia. Y hacia allí parten madre e hijo con sus pocas pertenencias, sus muchas esperanzas y una recomendación.
En la ciudad, ella continúa con el mismo trabajo en una pensión y logra ingresar a su hijo como pupilo en un Colegio de Artes y Oficios de los salesianos. El régimen era casi monacal, tenían materias técnicas y religiosas, hacían deportes y salían los fines de semana. Allí recibiría su educación secundaria y los conocimiento de la linotipista (el oficio de operar la linotipo, máquina que transformaba los textos tipeados en un teclado, en líneas de plomo tipo sellos que una vez compuestas se entintaban y sobre ellas se comprimía el papel para crear los diarios u otro soporte escrito).
Terminando la década del ’40 el joven finaliza sus estudios, consigue trabajo en un periódico local y fortalece su noviazgo, iniciado por cartas intercambiadas a escondidas en las misas de domingo, con una joven del barrio, hija de un matrimonio, ella italiana ama de casa y él vasco, ferroviario. A los dos años se casan jóvenes, con 20 y 17 años, y van a vivir a la pensión donde trabaja la madre de él.
Son otros tiempos, comienzan a florecer las industrias y así la gente postergada, los “cabecitas negras”, tienen la oportunidad de tener una vida mejor para ellos y sus hijos, que se transforman en comerciantes, empleados, operarios, técnicos, profesionales, dando origen a la clase media argentina.
En 1953 nace el autor de este post, que gracias al sacrificio de sus padres puede llegar a ser un profesional, ya que también, entre otras muchas cosas, la universidad está al alcance de todos.
Como pueden ver, esta es probablemente la historia de muchos de nosotros.
Y lo que la trajo a mi memoria es ver a una parte de esa clase media y sus hijos, parece que educados al efecto, apoyar irrestrictamente los intereses de un grupo de terratenientes y rentistas que son los mismos que se opusieron a su nacimiento como clase y que hoy, luego de hacerlos aparecer en sus citas mediáticas, los volverán a despreciar como siempre.
¿Puede valer tanto para esta clase media su supuesto ascenso en la escala social, que los averguenza su raíz común y reniegan de su pasado, de sus padres y abuelos, perdiendo así su identidad?
¿No se dan cuenta que terminan siendo abominados por los que comparten sus orígenes y por los supuestos mejores?
¿Cuáles son sus principios? ¿Cuál su modelo de país?
Por eso cuando veo a algunos periodistas con apellidos gallegos, polacos, italianos, que tienen entre sus antecesores a inmigrantes, me doy cuenta que vendieron su alma a algo material, miserable, porque su postura hoy significa la condena de muchos como sus padres, abuelos o bisabuelos.
Y son muy católicos, eso sí, o tratan de parecerlo. Pero lo que seguro son: cipayos hipócritas.
2 Interpretaciones:
El comportamiento de la clase media es todo un tema. Manifestaciones de una clase media pendiente de tonterías, chiquitaje ético, estética tilinga (pero descendiente directo del guarango), cuando le tocaron la platita del banco casi hacen una revolución burguesa, y ahora están pendientes de las carteras de Cristina. No entiendo lo primordial o fundamental en la clase media. el desprecio por sus parientes más cercano (los pobres), y su hacia de pertenecer a ese mundo que anhela.
Goliardo: Creo que es el producto de mucho tiempo de inculcarnos la "importancia" de la escalada social a cualquier precio, como valor fundamental, a costa de perder por ejemplo los valores de solidaridad, como se vio con las retenciones o el pasaje al sistema de reparto.
No se vuelve fácil de eso.
Gracias por "inaugurar" mi incipiente blog. Saludos.
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